La crisis actual se analiza
siguiendo sus parámetros económicos y macro-sociales pero poca atención se
presta a sus manifestaciones micro-sociales e inter-personales. No debería ser así. Una de las consecuencias quizás más devastadoras
de ella, más allá del paro, las dificultades en la supervivencia cotidiana o la
exclusión social ha sido un intenso
proceso de canibalismo generalizado y desolidarización
social. Evidentemente, no queremos decir
que antes las sociedades capitalistas se
caracterizaban por el apoyo mutuo. No obstante, había unos recursos materiales-económicos que permitían cierta cohesión social y que este canibalismo se quedara
en estado latente. El menosprecio de los acomodados se dirigía a los que
manchaban el escaparate del bienestar –a los inmigrantes, los socialmente
excluidos, los sin techo– y por tanto no se difundía hacía cualquier
dirección. La idea dominante de la era antes de la crísis era que en esta vida
hay suficientes oportunidades, quizás no para cumplir sueños pero sí para tirar
adelante. La individualización dominaba, no obstante había “pan y espectáculo”
para la mayoría, así que esta
individualización no amenazaba seriamente la convivencia. Una convivencia qu bastante hipócrita pero más
o menos funcional.
Cornelius Castoriadis comenta que cada organización social está
estrechamente ligada con un determinado tipo antropológico, es decir, un tipo
de persona que incorpora las significaciones imaginarias que regulan la vida y los deseos de la gente. El tiempo como dinero, la competición entre
individuos, la idea de acumular-consumir-dominar son algunas de las significaciones
impaginarias sociales imperantes del capitalismo , un conjunto de
discursos que son la base de las conductas y del pensamiento individual y colectivo. El ciudadano normal y
corriente da por sentadas estas significaciones y las reproduce en su práctica
cotidiana: estudia para terminar la universidad o otra formació si es posible con
buenas notas, busca trabajos donde quiere demostrar que él tiene los meritos
necesarios, o hace las compras que funcionan como símbolos de un
determinado estilo o prestigio social. Intenta materializar los
imaginarios fundamentales de la civilización occidental creando desde el propio
Yo una marca.
La crisis actual ha afectado este
tipo antropológico, conduciendo no a su cuestionamiento sino a su
radicalización. Ahora no son unas minorías de desfavorecidos que reciben el menosprecío de una mayoría relativamente canónica, ahora la guerra es de todos contra todos. La crítica narcisista y la exaltación -desesperada- de las habilidades personales es el modus videndi por excelencia de nuestra cotidianidad. Pensemos que mantener la vida sobre
los carriles de la competición y del progreso
personal exige ahora más esfuerzo y incluso así el resultado es dudoso. Sólo
tener y mantener un trabajo, requiere una considerable cantidad de energía y
capacidad de superar todo tipo de pruebas. En consecuencia, la competición
con el
otro, que ha sido un valor bien establecido en todas las sociedades modernas,
ahora se vuelve feroz.
Si el otro tiene éxito mientras yo no tengo, es que este otro ha usurpado mi lugar, un lugar
que debería ser mío. Si el otro no ha tenido el éxito que yo tengo o es que no
lo ha intentado lo suficiente, no lo ha
trabajado, no lo merece.
Dicho de otra manera, el tipo antropológico de la situación actual
es el del individualista combativo. El individualista combativo suele emitir juicios de amargura y enfado al otro. Es un criticón. La crisis ha provocado una producción masiva de pequeños
jueces.
El gesto se ha vuelto normal,
normalísimo. Ya que esta crisis no afecta a todos igual, la caída de algunos
(a nivel laboral, social, personal) se evalúa como una cuestión de culpa personal: culpa de la persona afectada, -o de "mala suerte". Los caídos de la crísis, cuando no se interiorizan este sentimiento de culpa, suelen buscar un "hijo de puta", que es responsable de sus padeceres -lo que no se plantea en este tipo de juicios es la cuestión de una estructura más alla de las personas, que produce divisiones y jerarquías. En otras palabras, domina la mentalidad del juez, que no se interesa por el los condicionantes sociales e históricos , sino que hace una evaluación rápida de los hechos supuestamente objetivos y los méritos personales -para condenar o absolver. Vivimos una
proliferación de esta lógica en nuestras interacciones cotidianas. Un ambiente
de acusaciónes, de comparaciones inter-personales, de luchas moleculares para demostrar que eres mejor de alguien que es como tú... Una jungla social.
Algunos estudiosos del campo de
psicología social hablaron del “error fundamental de atribución”. Es la
tendencia de explicar las conductas de la gente mediante atributos personales y
no variables situacionales. Según ella, se sobredimensionan las predisposiciones
internas pero se da poco peso a los factores estructurales externos. Los investigadores sociales dicen que la
cultura occidental es un espacio idóneo para cometer este error. Quizas este error es el cimento
del individualismo. Hoy en día, el “error fundamental de atribución” se
considera la manera correcta de ver las cosas.
Lo que vemos en la idea de que el
otro merece su fracaso -o no merece su éxito, que al fondo es lo mísmo- es que este otro, al fondo, se considera un rival, una amenaza, aunque no sea una rivalidad declarada. Considerar el otro como un rival permite organizar la percepción de una realidad social cada vez mas compleja. Permite tener las cosas claras - la claridad del individualismo. Permite tener
acceso a un determinado tipo de goce, -goce “más
allá del principio de placer” dirían quizás algunos freudianos- que se funda en la busqueda de comparaciones interpersonales, de pequeñas victorias sobre el prójimo, y de buenas clasificaciones en la jerarquía social. A través de este góce, se puede asimilar la angustia de una vida incierta. La comprensión de este mundo requieriría críticas no a los otros como individuos
sino a los modos y a las culturas de su funcionamiento sistémico . Spinoza decía que nuestra tarea debería ser “no odiar sino comprender”. No odiar a las personas, sino comprender su época. Pero odiar al rival, hace la supervivencia en la jungla social mas facil. O por lo menos así se cree.
Nos atrevemos a decir que en los primeros años de crisis, quizás
hasta el 2012, en las luchas y las revueltas colectivas y sociales, desde las
acampadas en las plazas de ciudades en el estado español hasta las revueltas en
las calles de Grecia, se mantenía cierto
espíritu de análisis político y de perspectiva colectiva ante la desarticulación social que estaba en
curso por las políticas de totalitarismo neoliberal. Evidentemente el “error
fundamental de atribución” no había
desaparecido pero los lazos de comunicación y solidaridad que se creían en el
interior de estas luchas lo mitigaban hasta cierto punto. Luego, ante el
fracaso de conseguir alguna victoria tangible, vino una especie de depresión
difusa y colectiva –que también tenía
sus manifestaciones individuales y clínicas–. Las manifestaciones, las
acampadas, las asambleas se redujeron y en cada esquina de la vida social se
desataron de nuevo y con crueldad
carreras infinitas de
supervivencia, donde el premio dudoso era una salvación miserable y precaria. Todos contra
todos. Para constatar la presencia de desolidarización radical no busquemos sólo
signos de violencia o las leyes
estatales que la promueven y la legitiman. Miremos los comentarios que circulan
en los bares entre amigos o en las
relaciones de compañeros de casa.
En otros términos, las conductas territoriales son la regla. “Conducta territorial”, según
las definiciones clásicas, es aquel patrón de conducta asociado con la posesión
o ocupación por parte de un individuo o un grupo que implica la personalización
y la defensa contra invasiones. A medida que la posesión de este espacio se
hace dudosa, la intolerancia aumenta. La defensa de la propiedad se radicaliza cuando
esta propiedad se vuelve menos segura. Mi casa, mi trabajo, mi
tranquilidad, mi familia. El deseo de vivir una vida canónica puede conducir a
comportarse sin escrúpulos.
¿Hay alternativa a esta
situación? Desde luego. Pero quizás antes de defender las células de solidaridad
social que existen, tenemos que tomar conciencia del proceso de
desolidarización, que progresa y se infiltra en nuestras interacciones de
manera sutil y inesperada como una enfermedad que avanza casi silenciosamente
provocando sólo un malestar difuso y se diagnostica cuando ya poco se puede
hacer. Hay que tomar conciencia de la ceguera que nos envuelve poco a poco para conseguir atravesarla y
podernos encontrar de nuevo.
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